Woodstock ’99: Crónica de un fracaso anunciado
¿Qué puede salir mal si metes a 200.000 fratboys americanos de la peor calaña en un recinto militar con escenarios separados por varios kilómetros, a 38 grados y con agua a 4 dólares el medio litro?
Esa es la pregunta que deberían haberse hecho los organizadores Michael Lang y John Scher cuando pusieron en marcha el festival de Woodstock de 1999. Planteado como un eco de aquel mítico acontecimiento de 1969 en el que la paz, el amor y la libertad sirvieron como sustento para la generación del flower power, Woodstock 1999 tuvo muy poco de paz, muy poco de amor y, si acaso, libertad entendida como ausencia total de reglas y civismo básico.
En estos días se ha estrenado en HBO el documental “The Music Box”, que recoge a través de diversos testimonios directamente implicados en aquel festival lo que fue la salvaje experiencia de Woodstock en 1999. Un trabajo del director Garrett Price que sirve como análisis de los factores que llevaron a un desastre de magnitudes nunca igualadas salvo en caso de conflicto bélico.
Más allá de la ironía de que un festival de Woodstock se celebrase en una base militar, aparentemente los organizadores tomaron como premisa que en un espacio “defendible” como ese la gente no podría acceder saltando las vallas o rompiéndolas. Un planteamiento lícito pero que rápidamente se probaría inocente ante la rabia contenida de cientos de miles de personas que no tenían un motivo concreto para sentir dicha rabia.
El festival se llevó a cabo entre el 22 y 25 de julio de 1999 en la ciudad de Rome, en New York, a unos 160 kilómetros del emplazamiento original del festival de 1969. Con MTV cubriendo el evento en directo y un pay-per-view del mismo para aquellos que quisieran verlo en casa al módico precio de 59’95 dólares, Woodstock agrupó en cuatro días de festival a una selección de artistas que podría haberse hecho con un antifaz puesto. Juntar a James Brown, Jamiroquai, Kid Rock, Buckcherry, Metallica, Los Lobos, Alanis Morrissette, Jewel, Limp Bizkit y Counting Crows -por nombrar tan solo una selección- es algo que solo un inconsciente podría tramar. Además, un escenario para raves terminaba de completar una fiesta en la que la música no cesaba desde la mañana hasta las 05:30h de la madrugada.
Los problemas en Woodstock derivaron tanto de las opresivas condiciones del recinto (asfalto irradiando calor, falta de espacios de sombra, distancias excesivas entre escenarios, ausencia de limpieza y de puntos de agua, etc) como de la actitud del publico. Un halo de “spring break” para veinteañeros desatados, hormonalmente saturados y fieramente enjaulados en un recinto donde la seguridad brillaba por su ausencia fueron el cóctel perfecto para generar situaciones de un peligro inaudito que alcanzaron su cenit en la noche del cuarto y último día de festival cuando la multitud prendió fuego al recinto y lo saqueó entero.
Si bien “The Music Box” ofrece una visión objetiva de lo acontecido, el análisis de las causas y motivos por los que las cosas salieron como salieron muestra una visión del capitalismo tardío exacerbado. Los organizadores de Woodstock no estaban fomentando la paz y el amor, sino que estaban realizando un festival de tintes comerciales exagerados con multitud de sponsors corporativos (Budweiser, Mercedes, etc) que buscaban alcanzar precisamente al tipo de público que el festival buscaba atraer con su cartel: jóvenes blancos de clase media-alta consentidos a lo largo de toda su vida. Jóvenes que a su vez se sintieron objeto de un juego comercial cuando acudieron a un recinto donde no tenían agua, las condiciones eran paupérrimas y les vendían perritos calientes por 12 dólares. Esa rabia acumulada a lo largo de un fin de semana, sin nadie que la frenase -y con muchos instigadores de la misma sobre el escenario-, terminó dando pie a un cataclismo de dimensiones épicas.
Capitalizando el cabreo
A lo largo de “The Music Box” se intenta trazar un retrato de una sociedad descontenta sin motivo aparente pero que es víctima silenciosa de una generación previa, la de los baby boomers, que marcaron el camino e impidieron que la siguiente generación despuntase. Visto así, Woodstock ’99 es un intento de que, sin que nadie lo pida, aquellos que vivieron Woodstock ’69 le hagan vivir esa misma experiencia a los jóvenes del momento. En otras palabras: narcisismo del chungo. Y si bien se intenta culpar a las bandas de rock rabioso del momento de crear las condiciones necesarias para la explosión de rabia, esto no es del todo cierto. Como una de las entrevistadas en el documental reflexiona “Limp Bizkit y Korn no fomentaron nada en la cultura que no estuviese ya ahí presente”.
Del mismo modo que Donald Trump dirigió a una masa a tomar el Capitolio -y luego les dejó que se buscasen la vida con las consecuencias mientras el se iba a su residencia de Mar-A-Lago- poner a Fred Durst y a Kid Rock a enardecer a las masas de jóvenes blancos repletos de testosterona para que pierdan el control y lo rompan todo forma parte de una estrategia similar. Canalizar el descontento de la América blanca y privilegiada con aquellas armas que les son más accesibles: en este caso, la música popular entre la gran masa.
Como un asistente explica en un momento de la entrevista para el documental hablando del momento en que las fuerzas de seguridad entraron en el recinto para controlar a la multitud, “hablemos de privilegios blancos”. Cuando la cosa estaba fuera de control y los saqueos eran continuos mientras el fuego lo iluminaba todo, las fuerzas de seguridad entraron en el recinto apaciblemente y sin violentar al público. “Si esto hubiese pasado en un festival de hip-hop en 2021, no habrían sido tan majos”, concluye el asistente -no exento de razón-.
El comportamiento sexualmente agresivo de un porcentaje de los asistentes masculinos contrasta con la aparente libertad y tranquilidad con la que las asistentes femeninas caminaban por el festival mostrando sus pechos sin problema. Pero a medida que el ambiente se fue enturbiando a lo largo del festival, las mujeres se convirtieron en el blanco de una violencia sexual sin precedentes. Pese a que solamente constan diez denuncian de acoso sexual en los registros de la policía, al ver las imágenes del festival uno puede observar una constante: mujeres que hacen crowdsurfing mientras una masa de hombres les toca los pechos, los glúteos y hace con ellas lo que quiere. La poca conciencia de violencia sexual existente en aquel momento dio lugar a que muchas mujeres no denunciasen hechos que, con el tiempo, fueron destapándose.
Fue Liz Polay, una asistente, quien puso en marcha una plataforma llamada FansEverywhere.org para intentar recabar testimonios de mujeres que habían sufrido algún tipo de acoso o violencia sexual en el festival de Woodstock ’99. “No paraba de recibir e-mail tras e-mail”, recuerda. Desde personas que estaban violando digitalmente a alguien que hacía crowdsurfing mientras alguien gritaba “rómpela en dos” a situaciones de violación en grupo en medio del público, ante el escenario, durante los conciertos. Todo ello cosas que a día de hoy serían del todo intolerables en cualquier festival pero que en 1999 se pasaron por alto.
En lo que es todavía más dañino, el promotor John Scher habla ante la cámara y alude a que las mujeres no podían esperar otra cosa yendo desnudas que violencia sexual. Algo que rápidamente es refutado por Maureen Callahan, periodista de la revista Spin, quien le recuerda que las mujeres no son responsables de que los hombres no se puedan controlar. No obstante, al ver el perfil medio de los asistentes al festival no es una sorpresa que nada de eso pasase. White Thrash americana de toda la vida.
El factor Durst
Uno de los segmentos del documental gira en torno a la responsabilidad que se debería atribuir a Fred Durst y a MTV en el desarrollo de los acontecimientos. El primero incitando a la gran masa a “romperlo todo y dar rienda suelta a toda su negatividad”. Los segundos presentando el festival como si fuese una crónica de guerra conscientes del poder que MTV ejercía sobre toda esa generación.
Tampoco pasan por alto a Kid Rock, que apareció sobre el escenario con un abrigo de visón blanco en el mediodía del sábado. “Si buscabas una metáfora mejor de lo que era 1999, esa lo resume perfectamente”, explica uno de los participantes en el documental. “Puedes observar algo muy curioso a finales de los ’90, que es una creciente sensación de descontento que se manifiesta a través de rabia”, explica un veterano VJ de la MTV, Dave Holmes.
“Si observas la historia de la música americana, el nu metal tenía que pasar. Este es un país cuya música está basada en tíos blancos fingiendo ser tíos negros”, explica el periodista Wesley Morris. “No es sorprendente que todo acabase convertido en esa amalgama en la que se convirtió el nu metal”.
El conocido artista electrónico Moby participa en el documental y reflexiona que “cuando la gente blanca ha abrazado el hip-hop lo ha hecho ignorando el funk, ignorando el R&B y las sutilezas… solo han abrazado la parte de la homofobia y la misoginia. Pasa lo mismo con el metal: hay un montón de metal divertido, que celebra, pero el nu metal solo mostraba la parte más troglodita”.
“Aunque hace veinte años sigo sin saber cómo la cosa pasó de los valores progresistas de Kurt Cobain y Michael Stipe a la misoginia, la homofobia y la cultura de la violación que se dio en Woodstock ’99”, afirma. El documental reflexiona sobre cómo la aparición del grunge dio voz a proclamas sobre feminismo, derechos LGTBIQ+, y dio esperanza a una generación y equiparando el terreno para chicos y chicas pero cómo, con la muerte de Kurt Cobain y la pérdida de esperanza para esa generación, la cultura pasó de progresista a agresiva en un corto espacio de tiempo.
Moby concluye que “aunque quizá sea muy simplista, el problema fue el dinero”. Las grandes multinacionales de la música y los medios como MTV, Spin o Rolling Stone, afirma, “se dieron cuenta de que ganaban más dinero porque su alcance demográfico se había expandido”.
Scott Stapp, vocalista de Creed, habla de que las bandas de su generación, la generación post-grunge, “expresaban sentimientos de frustración porque nuestra visión idealista del mundo había sido aplastada y despedazada”. El nu metal, reflexiona, llevó ese descontento un paso más allá canalizando el cabreo de una generación con “la agresión, la estupidez, el bravado, un mal lenguaje y la rebelión”, por lo que conectó con la gente de aquel momento. El miedo a lo desconocido, incide el documental, también fue un factor: el efecto 2000, el cambio de milenio y no saber qué iba a pasar en el futuro generaron ansiedad en una población para la que el nu metal era el vehículo perfecto con el que soltar lastre.
La masacre de Columbine y la posterior búsqueda de chivos expiatorios en la música por parte de los políticos también son tratados en el documental. “Es más fácil desviar la atención hacia eso que tratar los problemas subyacentes reales”, explica la periodista Maureen Callahan.
Limp Bizkit y la MTV se habían convertido en culo y mierda en aquel entonces, una relación beneficiosa para ambos. Para la generación MTV, el concierto de Limp Bizkit en Woodstock era altamente significativo: eran las estrellas de su generación. El actor Verne Troyer (“Mini-yo” de Austin Powers) presentaba su show y tal y como el bajista de Limp Bizkit, Sam Rivers, salió al escenario lo hizo con las dos manos mostrando un “fuck you” al público. “Eso marcó la vibración con la que tendría lugar el directo de Limp Bizkit”, recuerda un asistente. Una vez Fred Durst salió a escena las cosas fueron escalando rápidamente ante un público formado por universitarios veinteañeros cargados de energía, abrasados por la calor, semi deshidratados y cabreados con el mundo.
“¿Cuántos de vosotros os habéis levantado una mañana y habéis pensado que hoy tenéis que romper algo?” le preguntaba Durst al público enardecido antes de tocar “Break Stuff”. “Este es uno de esos días en los que todo es una mierda y quieres romper algo, ¿me sentís Woodstock?”, prosigue Durst en la grabación mientras Puff Diddy y Lars Ulrich observan desde el lateral del escenario. La gente, que en ese momento andaba ya recubierta en meados y excrementos porque los lavabos portátiles estaban sobrepasados, tan solo necesitaba un motivo para reventarlo todo. Y cuando Fred Durst se lo dio, lo hicieron.
Embadurnados en mierda
La limpieza del recinto fue uno de los factores más criticados del evento. Se pueden ver escenas de la rueda de prensa en las que un periodista pregunta cómo se pueden limpiar estadios de fútbol cada noche y no se puede limpiar el recinto y mantenerlo en condiciones aptas. La respuesta de John Scher, siempre combativo, es invitar al periodista a limpiar el recinto él mismo. Lo cierto es que la frustración por el precio del agua y la escasez de fuentes provocaron que algunos descerebrados rompiesen tuberías y generasen una enorme cantidad de barro en el recinto.
“Había mucha gente y no había suficientes recipientes”, recuerda un asistente. “Sudor, barro, basura y excrementos por todas partes”. Otro asistente recuerda que dormía cada noche sobre “cajas de pizza vacía” porque eran de color blanco, lo que le permitía saber si se había orinado alguien sobre ellas o no. “Toda superficie llana había sido meada completamente ya el viernes por la tarde”. “El lugar te recordaba a un campo de refugiados tras una gran batalla”, cuenta un asistente.
Conclusiones
No es sorprendente, después de ver este documental, lo que ha pasado en Estados Unidos en los siguientes veinte años -especialmente a nivel político y teniendo en cuenta que aquellos que tenían 20 años y estaban cabreados con el mundo en 1999 ahora tienen 40 y ejercen su poder votando a políticos que capitalizan su odio irracional contra cualquier cosa-. Woodstock ’99 fue el despertar de una generación que ahora, en 2021, tiene implicaciones mucho más serias que quemar las instalaciones de un festival.
Si bien se hace lejano mirar hacia 1969 y ver cómo eran los festivales en aquel entonces, simplemente mirando a 1999 se puede ver que las cosas tampoco eran ideales por entonces -pese a estar a apenas veinte años de distancia-. La posterior aparición del embrión de Coachella en ese mismo año y la progresiva adaptación del entorno de los festivales a una mejor experiencia de usuario (así como su toma por parte de las grandes corporaciones con el dinero de los patrocinios) han llevado a entornos generalmente menos hostiles que el que se daba en aquel Woodstock o también en España con citas como Festimad o los lejanos Espárrago Rock y similares.
Si uno ve este documental se sorprende de cómo demonios siguen estando permitidos los festivales a día de hoy, pero si bien se hace duro ver lo que supuso aquella experiencia, hay que reconocer que lo acaecido sirvió para mejorar y profesionalizar más, si cabe, la experiencia de los festivales en directo. Aun así, queda mucho camino por recorrer y quizá estos dos años de pandemia y parón técnico sirvan para replantear el modelo de festival al que nos enfrentamos en el futuro.
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