El ciclo de disco y gira “A Momentary Lapse of Reason” marcó el renacimiento improbable de unos Pink Floyd sin la mente maestra de Roger Waters. Un viaje por el resurgir más sonado del rock.

No hay mayor catalizador que un ego herido. Que se lo digan a Pedro Sánchez, denostado por su propio partido y retornado como hijo pródigo mediante una exitosa moción de censura.

Hubo un error garrafal de táctica por parte de un Roger Waters que se creyó la pieza imprescindible de Pink Floyd. En 1986 escribió a las discográficas CBS y Columbia, las casas de Pink Floyd, y declaró que el abandonaba Pink Floyd y que, por ende, Pink Floyd estaban acabados. Su talento creativo había sido el que había dado lugar a discos como “Dark Side of the Moon”, “Wish You Were Here” y más especialmente los vitriólicos “Animals” y “The Wall”. Pero su propia megalomanía no le estaba dejando ver el bosque: “The Final Cut” era un pobre intento de prorrogar la dialéctica teatralmente post-fascista de “The Wall” y de seguir torturando al público con su pavor innato a las guerras que le arrebataron a su padre en la batalla de Anzio en 1944, en plena Segunda Guerra Mundial.

Eran los ’80 y, pese a Reagan y Tatcher, pese a la Guerra Fría y el dichoso conflicto de las Malvinas, el mundo era un lugar feliz y dichoso. El hedonismo de los ochenta, musical y social, no casaba demasiado con unos Pink Floyd cansados de sí mismos cuyo líder de facto ahora quería usar como rehenes para comprar el pasaporte a una mejor carrera en solitario. 

Waters sabía que mientras Pink Floyd siguiesen en activo, la discográfica no iba a dedicar los mismos recursos a su carrera en solitario que a un disco de la nave nodriza. Paralelamente, el hecho de estar atado mediante un viejo contrato verbal al manager Steve O’Rourke hacia que Waters se sintiese atrapado en una rueda en la que no quería perpetuarse. Su marcha debía acabar con Pink Floyd. Sin embargo, su marcha reinició Pink Floyd.

A veces las cosas se formulan por acción y en ocasiones por omisión. Y fue la omisión de Waters la que propició que lo que quedaba Pink Floyd (es decir, el guitarrista y vocalista David Gilmour y el baterista Nick Mason, pues el teclista Rick Wright estaba contractualmente fuera de la banda desde 1979) se formulase de nuevo en una versión lite, sin tanto vitriolo, pero adaptada a la realidad de los tiempos. 

Mientras Waters se plantaba en la Corte Suprema de Londres para iniciar los procedimientos con los que bloquear el uso del nombre “Pink Floyd”, Mason y Gilmour comenzaban a poner en marcha los sistemas para uno de los retornos más exitosos de todos los tiempos. Si bien los cuatro discos  antes mencionados formaron la columna vertebral artística de los Floyd más exitosos comercialmente, el retorno de la banda en 1987 y su prórroga en 1994 fueron los que terminaron de convertirles en leyenda. Pero en aquel entonces, Mason y Gilmour no tenían ni idea de cómo iban a ir las cosas. Lo único que sabían era que, cuando Gilmour le contó a Waters los planes de hacer un disco sin él, Waters le espetó que nunca sería capaz de conseguirlo. 

El. Ego. Herido. Como catalizador de cosas.

Una vez Waters le anunció al mundo que Pink Floyd “eran una fuerza creativa gastada” en Diciembre de 1985, sus compañeros de banda pusieron la directa. Mientras que Roger preparaba su discreto “Radio KAOS”, GIlmour andaba asegurándose los servicios de un Bob Ezrin que no terminó de encontrar la manera de trabajar con Waters en su disco en solitario y terminó en el terreno de Gilmour.

Ezrin actuaría como motivador de un Gilmour que buscaba colaboradores para la música y lírica del disco, siendo consciente de que la gran ausencia de Waters como maestro conceptual y letrista de la banda era una piedra en el camino de proporciones bíblicas. Gilmour terminó usando los servicios en Phil Manzanera (Roxy Music), Eric Stewart (10CC), el poeta Roger McCough y la artista canadiense Carole Pope. Finalmente la figura de un letrista puro y duro se materializó en la persona de Anthony Moore.

Signs of life

La banda comenzó a trabajar en el barco que Gilmour tenía amarrado en el rio Támesis, bautizado como Astoria y con un comedor reconvertido en estudio de grabación. Allí, la banda podía encajar una batería, unos teclados y el equipo necesario para poder tocar, mientras que la sala de control estaba situada en la sala de estar. Las vistas del río y lo que estas evocaban terminaría informando mucho del sonido y el halo del material que surgiría de aquellas sesiones. 

Uno de los principales problemas de las sesiones fue el estado de las habilidades de un Nick Mason que no había dedicado demasiado tiempo a tocar la batería desde 1983. La creciente inclusión de samples, junto a tempos más estrictos y partes más elaboradas de batería generaron una cierta inseguridad al baterista, que se vio incapaz de tocar las partes con el feel adecuado. La banda, como gesto a un Bob Ezrin que deseaba estar más cerca de su familia, se mudo a Los Ángeles para trabajar en los A&M Studios, donde los bateristas de sesión Carmine Appice y Jim Keltner le dieron al disco el punch que Mason no conseguía encontrar en sus baquetas. La presión por hacer un disco sólido a la vista del más que evidente conflicto con Waters que acechaba -con ecos en la prensa de todo el mundo- hizo que Floyd tirasen por lo seguro musicalmente. 

Tras agonizar sobre el título del disco durante varias semanas, como reconoce Mason en su libro “Inside Out”, la banda finalmente entendió que lo titulasen como lo titulasen, Waters se iba a mofar de ello así que usaron un fragmento de la letra del tema “One Slip” y lo titularon “A Momentary Lapse of Reason”.

El trabajo de generar una imagen lo suficientemente atractiva para la portada recayó en un Storm Thorgeson que decidió llenar una playa de Devon con 700 camas. Mientras los abogados interrumpían las sesiones de grabación día y noche buscando contrastar determinados tecnicismos sobre lo que los miembros de la banda y su manager habían negociado de boquilla en 1968, el promotor canadiense Michael Cohl contactó con la banda interesado en organizar algunos conciertos.

Que Cohl diese el paso y levantase el teléfono infundió confianza y un enorme entusiasmo a la banda. Aún así, Gilmour y Mason eran conscientes de los riesgos legales a los que se enfrentaban y formaron a una pequeña armada de abogados que deberían estar listos durante toda la gira para frenar cualquier intento de Waters de impedir que la gira se llevase a cabo al no haber consentimiento unánime entre los miembros de la compañía que era Pink Floyd en ese momento. El caso es que hacían falta millones para poner la gira en marcha y pagar todos los costes iniciales y la iniciativa de Cohl fue de gran ayuda. Por lo demás, Nick Mason vendió su Ferrari GTO de 1962 para hacer frente a los desembolsos iniciales de la gira. 

Hay partido

El diseño de un escenario a la altura de la leyenda fue el primer problema a solventar. Si bien Mark Fisher y Jonathan Park fueron contactados, éstos ya se habían comprometido para la gira “Radio KAOS” de Waters y, eventualmente, terminarían trabajando en el antológico concierto de “The Wall” celebrado en la Postdamer Platz de Berlin en 1990. Finalmente, Gilmour y Mason se aseguraron los servicios de Paul Staples, quien diseñó un show inicialmente pensado para grandes recintos interiores y que se basaba en una gran caja negra con la que proveer de la máxima oscuridad el escenario para poder usar proyecciones bien visibles en la mítica pantalla circular que coronaba el set escénico. 

El añadido del director de luces Marc Brickman permitió crear un equipo con Staples, Brickman y Robbie Williams. Durante una reunión en una cafetería de Bruselas, tal y como recuerda Nick Mason en su libro, vieron pasar un tranvía sobre unas vías cercanas. La bombilla se les iluminó rápidamente y, de hecho, una de las innovaciones de la gira fue el uso de luces motorizadas sobre un raíl que se desplazaban por el escenario tal y como fuese necesario. Más alla de las luces, la banda y su equipo comenzaron a trabajar en los múltiples efectos que dotarían de vida un escenario que, según Mason, “podría haber estado ocupado por Los Muertos Vivientes”. 

Gracias a un problema técnico que obligó a reiniciar el sistema de luces varilight, Marc Brickman observó cómo los focos “bailaban” para reposicionarse. Eso fue incorporado al show en distintos momentos, más notablemente al final de “Run Like Hell”, con la que invariablemente cerrarían los conciertos. Otro set de luces laser robotizadas emergía de trampillas situadas en el suelo del escenario en distintos momentos, lo que generaba un auténtico foso de cocodrilos compensado por el hecho de que ninguno de los miembros de Pink Floyd baila, salta ni corretea por el escenario en ningún momento del show. 

En su carrera por hacer un show lo más espectacular posible -especialmente si tenemos en cuenta que la gira más reciente había sido protagonizada por un monstruoso muro que ocupaba los recintos de lado a lado- la banda probó distintos efectos que, según Mason “siempre terminaban siendo muy peligrosos, fabulosamente caros o sólo funcionaban una de cada cincuenta veces”. Pese a todo, algunos consiguieron llegar a un estado de pruebas bastante avanzado, como el platillo volante de helio que podía ser controlado remotamente y que debía sobrevolar las cabezas del público en algún momento del show, repleto de luces y efectos. 

“El problema es que era una fantasía” explicaba Mason. “Para tener suficiente potencia para el sistema de focos necesario, el platillo habría tenido que ser del mismo tamaño y tan seguro como el Graf Zeppelin…”. 

Así mismo, Gilmour y Mason debían rodearse de una banda que llevara a la vida las canciones nuevas y antiguas de la banda. Su experiencia con formaciones aumentadas ya se había llevado a cabo en el breve tour de “The Wall” con el añadido de Snowy White a la segunda guitarra. Ahora el grupo necesitaba un bajista, que llegó en la persona de Guy Pratt, un joven cuya “actitud poco respetuosa” unida a “su habilidad para tocar las canciones con una mano atada a la espalda”, en palabras de Mason, le garantizó el puesto en la banda. El añadido de un segundo teclista llamado Jon Carin y descubierto por Gilmour durante su colaboración con Bryan Ferry en el Live Aid de 1985, aseguró que el uso de samples y partes más complejas en la música de la banda estaba ahora sobradamente cubierto. 

El otro añadido notorio fue el de Gary Wallis, un percusionista que venía de actuar con Nick Kershaw en un concierto en el que Gilmour hizo una aparición especial. “Nunca habíamos visto nada como eso” explicaba Nick Mason en su autobiografía. “En lugar de sentarse para tocar, tenía montada una especie de jaula llena de percusión donde algunas piezas requerían un salto de un metro”. Otros músicos de apoyo de la gira fueron Tim Renwick, que asumió el rol de guitarrista de apoyo, el saxofonista Scott Page y el trio de vocalista formado por Rachel Fury, Durga McBroom, Margaret Taylor y, en algunas fechas, Lorelei McBroom. Sobre Scott Page, Mason comentaría que la brevedad de sus cameos (apenas unos momentos en “Shine on You Crazy Diamond”, “Terminal Frost”, “Us and Them” y “Money”) le dejaba un montón de tiempo libre para hacer nuevos cameos sobre el escenario con una guitarra colgada al cuello “apareciendo cada poco como si fuese el Fantasma de la Ópera”. 

Con el disco casi finalizado y la gira comenzando a pesar sobre sus cabezas, la banda se reubicó en Toronto en Agosto de 1987, algo que tenía cierta lógica contando con que los primeros shows de la gira serían en Canadá tras la apuesta del promotor Michael Cohl. Mientras David Gilmour trabajaba en las mezclas finales, el resto del grupo comenzó a trabajar en el local de ensayo para conseguir un sentimiento de banda lo más homogéneo posible sin distinguir entre miembros clásicos y banda de apoyo. Una vez las cosas tenían cierta fluidez, el grupo al completo se mudó al aeropuerto de Toronto, donde la crew de Pink Floyd llevaba semanas trabajando sobre un modelo del montaje del escenario para perfeccionar su ensamblaje, transporte y almacenamiento. 

Cuando la banda llegó al hangar aeroportuario “era lo último que la crew quería ver”, pues sabían que el grupo iría exigiendo cambios y modificaciones del escenario sobre la marcha. “Además, todo se tenía que hacer con 50.000 vatios de sonido matando toda conversación” explicaba con cierta diversión Nick Mason. Un sistema de trabajo fue divisado en el que períodos de silencio facilitaban la tarea de los técnicos, que en esa gira sumaban una pequeña armada de cien personas. 

La elefantiasis hecha banda de rock

Si bien la anterior gira “ni siquiera contaba con una oficina de producción”, en el tour de “A Momentary Lapse of Reason” Pink Floyd tenían “teléfonos por triplicado, sistemas de radio, faxes e incluso una oficina de diseño”. La operación, de escala casi militar, no podía ocultar que Pink Floyd -y en especial Nick Mason y Rick Wright- seguían estando a una distancia peligrosa de la excelencia requerida. 

“Al principio de la gira Nick y Rick estaban catatónicos” llegaría a exhortar Gilmour en una entrevista años después, lo que motivó cierto enfado de Mason quien “esperaría esas palabras de un enemigo, no de un aliado”. Lo cierto es que Gilmour llamó a Bob Ezrin para que observase y valorase el show en su conjunto, ya que el estado de forma de la banda dejaba bastante que desear.  Por muchos cientos de luces y efectos especiales que hubiese, las cosas no caminaban con toda la fluidez requerida. Así pues, Ezrin cogió un megáfono y se plantó ante el escenario para chillar todo tipo de comandos con los que ir dándole una mejor estructura y orden al show. Cuando llegó el último ensayo general de la banda, ya en Ottawa, donde empezaría la gira el 9 de septiembre, la banda estaba mucho más confiada.

Aun así, en los días de descanso de la gira, los ensayos se sucedían para terminar de unir los puntos -como finalizaban las canciones y empezaban las siguientes mismamente- de un show que rápidamente se convirtió en uno de los tickets más buscados de 1987: tres noches en el Forum de Montreal, tres en el Exhibition Stadium de Toronto, cuatro noches en el Rosemont Horizon de Rosemont, tres noches en el Madison Square Garden de New York…y esto era solo el principio. Tanto se confió la banda que en sus tres fechas seguidas en el Omni Coliseum de Atlanta decidieron grabar el show con vistas a editarlo en video, si bien los resultados no fueron óptimos y tuvieron que repetir la grabación en el Nassau Coliseum de New York en agosto del año siguiente. 

A la vez que la gira de Pink Floyd asolaba Estados Unidos, la gira “Radio KAOS” de Roger Waters hacía lo propio, incluso pisándose los talones en algunos momentos. Cuando el tour de Waters llegó a Toronto, Pink Floyd estaban ensayando allí. Aunque Waters había prohibido expresamente que los miembros de Pink Floyd acudiesen a cualquiera de sus conciertos, en la fecha de Toronto Jon Carin, Scott Page, Tim Renwick (quien había tocado con Waters en el pasado) y Guy Pratt se colaron en la fecha de Toronto de incógnito. “Durante el show, había un momento en el que un foco escaneaba a miembros aleatorios del público” recordaba Guy Pratt en el libro “Pigs Might Fly” de Mark Blake “y recuerdo rezar, estaba rezando, porque se detuviese sobre Tim Renwick”. 

Cavando trincheras

Los shows de Waters sufrirían de agravio comparativo y era habitual que apenas tres mil personas acudiesen a un recinto de seis mil. En otros casos, como en New York, Oakland o East Rutherford, la asistencia fue bastante mejor. El caso es que el morbo de ver ambos shows y ver cómo ambos teóricos dueños y señores de Pink Floyd se manejaban sobre distintos escenarios con idénticos legados a defender. El público, en algunos casos, se posicionó. Como cuando Gilmour dijo haber visto toda una fila de fans con camisetas que decían “Fuck Roger”. 

La batalla entre los otrora compañeros de banda ahora reconvertidos en némesis cogió tintes caricaturescos. Una vez Roger Waters vio que no podía frenar la gira de Pink Floyd, se dedicó a enviar a sus abogados contra todo aquello que estimaba susceptible de demanda. Por ejemplo, los 35.000 dólares que exigía a Gilmour y Mason por el uso del cerdo inflable de Pink Floyd y los derechos de copyright asociados. Así mismo, Waters había comprado los derechos de las piezas animadas que Pink Floyd venían usando en la pantalla circular de sus directos y los había colocado en una empresa de su propiedad, algo a lo que Gilmour objetó razonablemente, pues fue Pink Floyd en su totalidad quien encargó y pagó esas piezas cinematográficas. En cuanto al cerdo, Gilmour y Mason le añadieron un par de testículos para diferenciarlo de la versión femenina de la que Waters decía poseer los derechos. 

Finalmente, Gilmour y Waters se reunieron en la víspera de navidad de 1987 en el barco-convertido-en-estudio Astoria para decidir los términos mediante los cuales Waters dejaría de formar parte efectiva de Pink Floyd a nivel empresarial. Mediante el acuerdo, Waters quedaba exonerado de cualquier compromiso con el manager Steve O’Rourke y Gilmour y Mason tenían derecho para usar el nombre de Pink Floyd perpetuamente. Así mismo, Waters controlaría de facto algunas piezas del catálogo de la banda, especialmente “The Wall” -algo que se cobraría con el insuperable concierto de Berlin en 1990 y con la espectacular gira de 2010-2013. 

Waters siguió lanzando misiles desde la prensa. En una larga y jugosa entrevista con Timothy White en la revista Penthouse en septiembre de 1988, el músico desveló que la discográfica de Pink Floyd había estado muy preocupada con lo que Gilmour estaba haciendo en “A Momentary Lapse of Reason” e incluso el sueldo de Richard Wright como miembro contratado de la banda (11.000 dólares semanales). 

La gira “A Momentary Lapse of Reason” asoló todo el mundo en 1988, con un largo tour por Australia y Nueva Zelanda, donde Pink Floyd no habían actuado desde 1971, y un periplo por Japón poco después. Seguiría una nueva gira americana de primavera, un extenso tour europeo de verano -que trajo a la banda por primera vez a España con un concierto en el Estadi de Sarrià de Barcelona y otro en el Vicente Calderon de Madrid- y una nueva gira americana de verano. Tras unos meses de descanso, el grupo volvió a Europa en verano de 1989 realizando algunos icónicos conciertos, como el que se llevó a cabo en el Gran Canal de Venecia, televisado mundialmente en Julio de 1989.

Una vez liberados de la presión legal derivada de la disputa con Waters, Pink Floyd respiraron aliviados y se dedicaron a conquistar el mundo con insultante superioridad. La gira era una fiesta para todos: nuevos y viejos músicos. Gilmour se dedicó a volar aviones y a consumir una cierta cantidad de alcohol y cocaína, según asegura Mark Blake en “Pigs Might Fly”. Como revela el bajista Guy Pratt en el libro, el equipo de gira incluía un “coordinador de ambientes” cuya función era ocuparse de los familiares de la banda que venían de visita a algún show y encontrar las drogas necesarias para quien las requiriese. El reciente divorcio de Gilmour de su entonces esposa Ginger le puso en la situación de disfrutar y recuperar el tiempo perdido. 

A media gira, en noviembre de 1988, la banda editó el doble disco en directo “Delicate Sound of Thunder”, cuya icónica portada seguía la estela de las mejores obras de Pink Floyd. El directo recogía con considerable fidelidad la realidad musical de los shows de la gira, con una primera parte dedicada a tocar “A Momentary Lapse of Reason” en su práctica totalidad y un segundo set con todos los clásicos de la banda. El doble disco en directo iría a bordo del cohete Soyuz TM-7, donde los astronautas harían sonar el disco en el espacio. Gilmour y Mason acudieron al despegue como invitados de honor. 

Un show en la URSS como capricho

En un esfuerzo por llegar a muchos sitios a los que aún no habían llegado todavía, la banda actuó cinco noches en el Estadio Olímpico de Moscú en junio de 1989. Pese a que la escasez de dólares en el mercado implicaba que Pink Floyd no podrían cobrar su caché, el grupo divisó un plan logístico mediante el cual la mayor parte de sus costes fijos quedaban cubiertos por el promotor ruso. Todo el cargo de la banda sería transportado por el Antonov, el mayor avión de carga del mundo, de origen militar. La nave llevaría el equipo de Pink Floyd hasta Moscú tras el show en Atenas y luego se devolvería por carretera -con escolta policial- hasta Lahti, en Finlandia, donde proseguiría el tour europeo de verano. 

La banda fue hospedada en un gran hotel situado en la Plaza Roja donde cada planta “aún tenía sistemas de vigilancia de la KGB” según recuerda Nick Mason en su autobiografía. La banda dedicó su tiempo en Rusia a visitar museos de aviación como el Monino y a visitar la embajada británica y una universidad en la que se reunieron con estudiantes para hablar de política y arte. 

Sin embargo, el final de la gira vino marcado por el mencionado concierto en el Gran Canal de Venecia, celebrado el 15 de julio de 1989 y que no estuvo exento de polémicas a nivel local. La banda, encantada de actuar en lugares con historia y encanto, ya había actuado frente al Palacio de Versalles en Francia meses antes y ahora encaraba con similar aplomo hacer un show gigantesco frente a una abarrotada Plaza de San Marcos sobre una gigantesca plataforma flotante con todo su escenario y varios cientos de embarcaciones observando frente al escenario desde el agua.  Pero el gobierno local tenía dos facciones enfrentadas respecto a la celebración del concierto: una decidida a que se llevase a cabo y otra temerosa de que los fans de la banda saqueasen y destruyesen el patrimonio histórico de la ciudad. 

La experiencia veneciana

Dadas las características especiales de Venecia, el plan era restringir el turismo durante el día del concierto y que la banda se alojase fuera de la ciudad para evitar la masificación que ciertamente se iba a dar aquel día. Finalmente, el alcalde de Venecia conspiró con la policía para permitir la entrada de todos los turistas habituales, cerrar las tiendas y suspender el servicio de colecta de basuras. Así mismo, un representante de la Asociación de Gondoleros de Venecia exigió a la banda 10.000 dólares a cambio de no pasarse el concierto haciendo sonar sus silbatos. Algo que la banda ignoró por completo, amparados por un monstruoso sistema de sonido. En un momento del show, un barco con los políticos locales cenando a bordo recibió una sonora pitada del público y, tras intentar acercarse a la plataforma/escenario de la banda, fue repelido por las miradas de la crew de Pink Floyd.

El especial televisivo, con un setlist reducido en el que la banda repasaba temas nuevos como “Learning to Fly”, “Dogs of War” o una versión recortada de “Sorrow” y clásicos como “Money”, “Another Brick in the Wall”, “Comfortably Numb” y “Run Like Hell”, fue visto por una audiencia mundial de decenas de millones de personas. A la gira apenas le quedaban dos conciertos: uno en el Velódromo de Marsella y una última cita en el Knebworth Park de Londres el 30 de Junio de 1990, donde la banda realizó un concierto benéfico junto a leyendas británicas de la talla de Elton John, Robert Plant y Jimmy Page, Eric Clapton y un Paul McCartney decidido a sabotear -junto con la incesante lluvia- el show de Pink Floyd por motivos que se desconocen. 

Tras prácticamente un año desde la finalización del tour principal, Floyd se comprometieron a actuar en la gala de Knebworth y fueron asignados como cabezas de cartel por su pronta disponibilidad a formar parte del evento. Más de 120.000 fans acudieron al evento, que fue registrado y que en estos días ve la luz en CD y DVD. 

La banda contó con el mismo equipo de músicos de la gira con la salvedad del saxofonista Scott Page, sustituido por Candy Dulfer. Las vocalistas Vicki Brown y su hija Sam, además de Clare Torry, la vocalista original de “The Great Gig in the Sky”, completaron la banda de Knebworth. La banda llegó al recinto en gigantescos helicópteros Huey “como si fuese una escena de Apocalypse Now, derramando grandes cantidades de familiares y crew sobre el lugar”. La táctica de McCartney de ir añadiendo bises a su show irritó a unos Pink Floyd que veían como la lluvia comenzaba a arreciar sobre el recinto. Eventualmente la banda realizó todo su concierto bajo una incesante cortina de agua (que, si más no, reforzaba el efecto de los lásers de la banda) y ante un público entregado que tampoco tenía otra escapatoria posible. “Todo el tráfico estaba hundido en el barro” recordaba Mason en su autobiografía. 

Con el concierto de Knebworth se ponía fin definitivo a un ciclo, el de “A Momentary Lapse of Reason”, que acercó a Pink Floyd a una generación de fans nueva y que dejó a un lado el sonido hiriente de los últimos compases de la era Waters para reforzar a la banda en el contexto actual, tanto en lo musical como en lo espectacular. Cuatro años después volverían con “The Division Bell” y una gira incluso más espectacular. Sería la última, para siempre. Y del mismo modo que algunas cosas se formulan por acción y otras por omisión, la leyenda superlativa de Pink Floyd se ha formulado a lo largo de las últimas tres décadas por la inacción de una banda que, rutinariamente, rechaza ofertas de cientos y cientos de millones de dólares para volver a girar. Por desgracia para nosotros, oh pobres mortales. 

Sergi Ramos