Vienen nubarrones y no se puede decir que no hayamos vivido esto antes. El sistema festivalero comienza a mostrar síntomas de recalentamiento y exceso de oportunismo que obligan a preguntarnos cómo hemos vuelto a llegar hasta aquí.

Hubo una época, allá por el año 2007-2009 donde cada provincia española tenía su macrofestival de referencia. 

Eran otros tiempos: los de bonanza económica, ladrillazo, Euribor al 5% y donde no existían plataformas de transparencia en las webs de las instituciones públicas. Alcaldes, concejales y directores de servicios de turismo regionales o comarcales hacían sus encajes de bolillos presupuestarios en el despacho, contrataban a artistas para sus festejos o aportaban cuantiosas cantidades de dinero público para atraer la organización de determinados eventos musicales sin que trascendiera en exceso el cuando, el cuanto y el porqué. 

A todos nos daba un poco igual: era la época en que un obrero de la construcción podía tener un descapotable (a plazos), los pisos de una zona periférica infradotada de servicios podían costar 300.000€ y las acciones de Telefónica cotizaban a 22€  (pocos años después lo harían a 9€ y ahora a 4€). Bandas europeas de medio pelo podían permitirse pedir 30.000€  para actuar en un festival español y alguien lo pagaba. Los Rolling Stones tocaban en El Ejido y Mick Jagger alababa el gazpacho local. Todo muy berlanguiano en el fondo, y hasta entrañable. Y peligrosamente reminiscente de la situación actual de sobrecalentamiento en la que estamos instalados.

Los festivales han pasado de ser una celebración cultural (con evidentes inclinaciones económicas) con una identidad, trayectoria y selección artística determinada a ser un objeto de consumo masivo donde, cada vez más, da un poco igual quién toque mientras haya objetos grandes con los que hacerse fotos, una put* noria, un par de grandes nombres intercambiables que “hay que ver una vez en la vida” y una masa de gente con la que coincidir en el espacio-tiempo para hacer una celebración comunal de la vida con muchos graves de fondo impactando en los intestinos. Ah, y confeti. Mucho confeti. Y llamaradas.

Hellfest 2022 (Foto: Óscar Gil)

También con camareros a 7€ la hora, cerveza a 12€, cachés desorbitados de cientos de miles de euros, administraciones públicas soltando la pasta indiscriminadamente, voluntariados absurdos de pobres inocentes y, en los últimos años, fondos de inversión ávidos de crecimiento exponencial dispuestos a hacerse con la propiedad estratégica de amplios porcentajes, incluso mayoritarios, de dichos eventos. 

Si os dais cuenta, de música he hablado poco. De graves, si acaso. Al final el festival es un golpe en los bajos instintos: diversión, ocio, interacción humana como esa de la que nos han privado durante dos años y el viejo rito de arremolinarse alrededor de la música. Da igual cuál, mientras suene y nos suene. 

Y ese crecimiento desmedido, poco asentado en los valores culturales y mucho en el dividendo anual, nos lleva a una situación peligrosa: la del colapso. Y las señales ya se están dejando entrever en estos meses de jolgorio desenfrenado postpandémico. 

¿Hay público para tanto festival? Aparentemente sí, vistas las cifras récord de muchos eventos en este año. Pero no olvidemos que estamos en un momento único con una enorme cantidad de consumo contenido tras dos años de parón y mucho ahorro familiar por quemar (y mucho abono comprado en 2020). 

¿Hay días para tantos festivales? Bueno, realmente no. Los solapes, las coincidencias y la saturación comienzan a ser evidentes. Hay momentos donde en una misma comunidad autónoma puedan coincidir 4 o 5 macrofestivales de distintos géneros musicales en un mismo fin de semana. O del mismo género en distintos puntos del estado. Ante la necesidad de talento para configurar la oferta artística, termina mandando la mejor oferta. Vuestro grupo favorito no es una obra caritativa: va con quien mejor paga.

¿Hay infraestructuras? Lamentablemente no. La cantidad desmedida de eventos de éste año y el cuello de botella logístico generado tras la pandemia han provocado una inusitada escasez de escenarios, lavabos químicos, carpas, módulos e incluso personal montador bien formado y con experiencia. Mucha gente se dedicó a otras cosas con la pandemia y no quiere volver a un mundo tan precario como es el de la música en directo. Que le pregunten a cualquier jefe de producción de un festival lo que se ha vivido este año y se echará a llorar entre alaridos histéricos al recordarlo. 

¿Hay talento suficiente? Depende del género. Un festival orientado al público teenager puede servirse de ídolos temporales que cambian cada cinco años. Ahora es C. Tangana, Lola Indigo, Bad Gyal y Quevedo. Mañana serán otros. En el mundo mitómano del rock e incluso del pop más clásico, el tema va de grandes nombres que cuesta cientos de miles o millones de euros mover y que no siempre es fácil recuperar. Pero esos grandes nombres generan la masa crítica de gente suficiente para hablar de decenas de miles de personas. Y para vender cerveza y esponsorizaciones a las marcas.

¿Hay futuro? He aquí el problema. Se nos está preparando para una crisis desde hace meses. Una crisis causada por la guerra de Ucrania, su efecto en la economía mundial, las tensiones inflacionistas, la escalada imparable de la energía, la escasez de materias primas, la acumulación de deuda soberana y otros muchos cisnes negros que, todos juntos, pueden suscitar un shock en cualquier momento. 

La reciente cancelación del Mad Cool Sunset nos recuerda que hay mucho evento con pies de barro montado alrededor de la mera presencia de un determinado cabeza de cartel que, sin éste, pierde todo sentido y lógica.

La sustitución de Rage Against the Machine por C. Tangana en el Andalucía Big Festival tan solo nos recuerda que llevará muchos años restaurar la confianza de un público que se lanzaba a comprar entradas anticipadas como rollos de papel de WC en marzo de 2020 y que, un buen dia, comenzó a pensárselo dos veces. 

La cancelación del Diversity Festival en Valencia evidenció que no solo sirve tener ideas y un cartel con nombres bonitos, sino público. La escasa venta de entradas dio al traste con una idea atractiva multigénero que no terminó de movilizar al público. 

La catástrofe meteorológica del Medusa Sunbeach evidenció que estamos muy expuestos a los elementos climatológicos y físicos en un evento de estas características. 

La caída de Manowar, Saxon, Whitesnake, System of a Down y muchos otros en festivales como Barcelona Rock Fest, Rock Imperium o Resurrection Fest puso de manifiesto que incluso las propias bandas pueden caer víctimas tardías de la pandemia o mantener un status petulante donde el respeto a los fans a veces importa más bien poco pese a todo. 

Los dos años de pandemia y las cancelaciones de actuaciones que aún existen a rebufo del Covid evidenciaron que todo es muy frágil y que cuando la rueda se para o se rompe un engranaje de la cadena, todo salta por los aires con violencia, algo aplicable a cualquier festival o macroevento. Demonios: algo tan inocente como la paridad del dólar con el euro puede enviar a más de un promotor al garete. 

Queda por delante un 2023 en el que nos visiten todas las bandas que debían venir (originalmente) en 2022 y seguiremos viendo una actividad excesiva en el frente de la música en directo durante un año o dos. Pero los signos de recalentamiento han sido evidentes éste año y el mercado tiene tendencia a purgarse en casos como éste. 2023 volverá a ser un año de récord, pero hay que comenzar a hacerse a la idea de que vienen nubarrones. 

Sergi Ramos