Seguir a una banda de música, desde la perspectiva de fan, tiene tanto de culto como profesar fe en una religión determinada. Las religiones son incontestables, dogmas de fe, y nunca hay manera de conocer la realidad. Tan solo interpretaciones de la misma. ¿Qué pasaría si Jesucristo comenzase mañana a dar la murga por Twitter explicando que en el fondo lo de la Resurrección fue porque había pillado un colocón de mil demonios tres días antes?

Internet tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Las buenas todos las sabemos, pero entre las malas hay una que ha afectado particularmente a toda una generación de bandas y seguidores de la música, en líneas generales. Se habla del fin de la era de las superestrellas del rock, donde gente como Rod Stewart, Mick Jagger, Gene Simmons o Steven Tyler eran absolutos iconos para el gran público. ¿Es porque se han hecho mayores? ¿Por qué ya no importan a nadie? ¿O bien porque su presencia constante en internet a través de Facebook, Twitter y mil redes más hace que sepamos –con demasiados detalles- lo que están haciendo en cada momento?

Uno de los motivos por los que muchas de esas estrellas eran seres atractivos para el resto de los mortales era precisamente por el misterio que les rodeaba. Nadie sabía a ciencia cierta quien era Ozzy Osbourne de puertas para adentro. Nadie sabía demasiado de Eddie Van Halen más allá de lo que decía en algunas entrevistas. Por tanto, el foco solía estar en la música, en lo que esos íconos eran capaces de hacer con un instrumento entre las manos.

Desde la eclosión de internet, ahora podemos saber que ha comido cualquiera de ellos, en qué ciudad se encuentra, lo que opina de demócratas y republicanos o si ha tomado sus All-Bran esa mañana. En otras palabras, too much info. Información absurda, aleatoria, sin sentido que únicamente contribuye a exponer en exceso a músicos y entertainers que ahora son juzgados por muchas otras cualidades que no solo su música. No extraña, pues, que la música se haya convertido en algo secundario o terciario. La atención está puesta en los movimientos y opiniones de los artistas, escupidos a través de 140 caracteres en una red social que muchas veces ni ellos mismos controlan.

Artistas como David Draiman,  Dave Mustaine, Fred Durst, Nikki Sixx o Paul Stanley son particularmente activos en Twitter, así como Scott Ian de Anthrax. Y mientras que las bondades de usar su personalidad pública pueden ser muchas, lo que restan frente a su percepción es mucho.

Hubo un tiempo en que esta música era temida, respetada, intrigante y especial. Tanto el acceso a la música de manera masiva (Spotify, descargas, etc) como la sobre-exposición de algunos de sus creadores han logrado que la mística desaparezca.

Otra parte de culpa la tienen las series televisivas y las autobiográficas que todo lo cuentan.  Para quien creciese pensando que Ozzy Osbourne vivía en una cueva arrancando la cabeza a murciélagos, verle dando tumbos por su casa en “The Osbournes” fue un agrio despertar. Lo mismo con Gene Simmons y “Family Jewels” hace un par de años.

Seguir a una banda de música, desde la perspectiva de fan, tiene tanto de culto como profesar fe en una religión determinada. Las religiones son incontestables, dogmas de fe, y nunca hay manera de conocer la realidad. Tan solo interpretaciones de la misma. ¿Qué pasaría si Jesucristo comenzase mañana a dar la murga por Twitter explicando que en el fondo lo de la Resurrección fue porque había pillado un colocón de mil demonios tres días antes? Posiblemente, muchos se desencantarían. Y aunque hay una parte humana en ver que tus ídolos también se lavan los dientes por la mañana, quizá muchos preferíamos seguir sin saberlo. ¿Realmente era esto el progreso?